No nos damos
cuenta pero alimentamos nuestra ceguera cuando anclamos nuestra vida en los
dogmas que hemos aceptados y cerramos toda posibilidad a renovarnos, a abrirnos
a la nueva vida que nos trae la Buena Noticia de la que habla Jesús.
Es evidente que
esperan a Alguien, pero no acepta que sea Jesús. Tienen su Obra y su Palabra ante
sus oídos pero no la escuchan, la rechazan y piden pruebas. Posiblemente
nosotros estemos en la misma actitud. Sabemos que hay algo y que la vida no
termina en este mundo. Algunos hablan de un Dios en el que creen, pero un Dios
que ellos se imaginan y que no está encarnado ni ha bajado a este mundo. Un
Dios imaginario que ellos interpretan de acuerdo con sus dogmas y sus ideas.
¿Cómo es posible
que haya un Dios que no se haya anunciado y manifestado a los hombres, sus criaturas?
No tiene sentido imaginar o crearse un Dios así, sin voz y sin respuestas. Es
decir, ¿tú mismo te hablas y te respondes? ¿Es ese tu Dios? Posiblemente ese
Dios no existe sino en la mente de aquellos que no escuchan y no quieren creer
en la Palabra de un Dios que se revela y manifiesta a los hombres.
Porque, nuestro
Dios es un Dios que habla a sus criaturas, se encarna en Naturaleza Humana y se
anuncia como el Mesías enviado por el Padre para liberar a los hombres del
pecado y darles Vida Eterna. Es lo que vive en nuestro corazón, un deseo de
salvación eterna. Todas sus obras, realizadas en nombre de su Padre, dan
testimonio de su Divinidad de Hijo de Dios.
De cualquier
manera, el hombre ha sido creado libre para elegir creer o rechazar. Y si tiene
esa libertad significa que puede, impulsado por sus impulsos egoístas, ira y
soberbia negar que Jesús es el Hijo de Dios. Y, además, tentado por el Maligno
que lo confunde y anima para que se aleje y rechace al Señor. Pero, a pesar de
todo Jesús lo deja muy claro al final del Evangelio de este martes: «Ya os
lo he dicho, pero no me creéis. Las obras que hago en nombre de mi Padre son
las que dan testimonio de mí; pero vosotros no creéis porque no sois de mis
ovejas. Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les
doy vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano. El Padre,
que me las ha dado, es más grande que todos, y nadie puede arrebatar nada de la
mano del Padre. Yo y el Padre somos uno».
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