De la misma manera
que Jesús vivió en este mundo unido a su Padre, lo haremos nosotros a través
del Espíritu que les unió a ellos. Ese mismo Espíritu ha bajado a nosotros en
el instante de nuestro bautizo y, a partir de ahí, nos acompaña por el
recorrido de toda nuestra vida.
Porque el amor
necesita renovarse cada día. No se nace aprendido de amor. Es una lección que
hay que estudiar cada día y que ir aprendiendo en la medida que nos ejercitamos
y empeñamos en aprender a amar. Y ese es el motivo principal por el que tenemos
que caminar adheridos a Cristo y en íntima unión con Él. Una unidad que nos irá
fortaleciendo y enseñando, Él es nuestro modelo y referencia, a amar.
Pero, además
tenemos el auxilio y la asistencia del Espíritu Santo. Ese mismo Espíritu que
unió al Padre y al Hijo; ese mismo Espíritu que bajó sobre Jesús en su bautizo
en el Jordán y ese mismo Espíritu que le acompañó al desierto.
También a nosotros
nos acompañará todo nuestro camino hasta el final de nuestra vida terrena. Y
nos acompaña de una manera pasiva, sino en plena actividad para fortalecernos y
asistirnos en nuestra lucha contra nosotros mismos, contra nuestras debilidades
para cumplir con la Voluntad de nuestro Padre – los diez mandamientos – y con
las seducciones recibidas del mundo que trata de someternos y alejarnos del
Señor.
Es verdad que en muchos momentos de nuestra vida experimentamos la ausencia del Señor. Echamos en falta su presencia, no le vemos y quizás en algunos momentos tampoco somos sensibles a su presencia espiritual en nosotros. Es ahí donde el Espíritu Santo nos ayuda, nos alienta, nos fortalece en la perseverancia y nos sostiene en la esperanza de saber, aunque no le vemos, que está entre nosotros. Y que nos espera para presentarnos a su Padre, que nos ama inmensamente, y manifestarse a todos nosotros. Ese es nuestro gozo y nuestra esperanza. Y eso es lo que nos sostiene firmes, nos fortalece y nos da aliento para seguir adelante y perseverar.
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