Posiblemente no
nos damos cuenta, no nos decidimos y dejamos, impávidos ante el tiempo, que
nuestra vida se consuma de forma inútil y vana. El demonio, uno, si no el más
peligroso de los tres enemigos del alma, conoce nuestras debilidades y
apetencias y juega con muchas cartas favorables. Nuestra naturaleza humana –
herida por el pecado – es una de las mejores baza a su favor. Y nos distrae,
nos entretiene, nos despista y aletarga para que no entremos en nosotros
mismos, reflexionemos y reaccionemos.
No tengamos miedo,
nos dice el Señor hoy en el Evangelio: (Mt 10,26-33): En
aquel tiempo, dijo Jesús a sus Apóstoles: «No tengáis miedo a los…» Y no temáis
a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma; temed más bien a aquel
que puede llevar a la perdición alma y cuerpo en la gehenna…
Nada debemos temer
porque Jesús está con nosotros. Porque, Él, muerto ha vencido a la muerte y ha
Resucitado. Porque su promesa es esa: Resucitaremos en y por Él. Por tanto nada
hay que temer y si mucho que ganar: La Vida Eterna. Procedamos, pues, con
valentía y confianza. Temamos solo al pecado que inducidos y engañados por el
demonio y seducidos por el mundo y la carne podamos no solo perder nuestro
cuerpo sino también lo fundamental y vital: nuestra alma.
Una cosa es segura, mantenernos unidos al Señor – alimento y perdón misericordioso – para no ser vencidos por las tentaciones y astucias del demonio y, fortalecidos en el Espíritu Santo, anunciar con valentía y alegría que Jesús Vive y está entre nosotros para que, al final de nuestro tiempo, llevarnos junto a Él en la Gloria Eterna.
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