Todos hemos
experimentado alguna o muchas veces la compasión, el deseo de ayudar y la
motivación de darnos gratuitamente al bien y servicio del otro. Abuelos, padres
e hijos y familias unidas por vínculos de sangre lo han experimentado muchas
veces. Sin embargo, hay un vínculo, por llamarlo de alguna manera, que une más
que el propio vínculo, valga la redundancia, de la sangre. Hablo del Amor, ese
amor por el que Pedro, Andrés, del que celebramos hoy su fiesta, Santiago y Juan
se sintieron atraídos irresistiblemente por la Palabra de Jesús. Jesús que les
mostró con su vida y obras el verdadero rostro del verdadero amor.
No podemos negar,
y quien lo hace se miente a sí mismo, que dentro de nosotros arde un fuego
irresistible de amar. Si bien, también es verdad, que ese fuego amoroso, contaminado
por el pecado nos debilita, nos tienta y nos enfría ese deseo de amar
transformándolo en deseo de amarnos a nosotros mismos olvidándonos de los
demás. Es decir, nos convierte en egoístas hasta el punto de someter y matar
por satisfacer nuestros deseos.
Jesús ha venido para eso, para liberarnos de la esclavitud del pecado y hacer que nuestro corazón dañado por el pecado se libere y ame, ame como realmente lo sentimos llenándonos de gozo y alegría. Porque, es ahí precisamente donde encontramos ese deseo de gozo y felicidad que tanto buscamos. Realmente, Pedro, Andrés, Santiago y Juan lo encontraron y, no solo eso, sino que nos lo han transmitido con sus vidas a nosotros. Hoy podemos darle gracias a Dios porque ellos, asistidos en el Espíritu Santo, respondieron a su llamada y nos han transmitido la Buena Noticia de salvación.
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