Seguir a Jesús no
es nada fácil ni tampoco difícil, simplemente imposible. Nuestra razón y
nuestras fuerzas son incapaces de entender y soportar todo lo que nos puede
pasar por seguir a Jesús. Estamos perdidos y no podremos vencer por nuestras
propias y simples fuerzas. Necesitamos, para eso lo recibimos el día de nuestro
bautismo, al Espíritu Santo. ¡En y con Él todo será totalmente diferente! Ahora
sí, fortalecidos en el Espíritu Santo y confiados por la fe a Él, nuestra
batalla está ganada. ¡Ahora sí seremos invencibles!
Eso nos llena de
esperanza y fortaleza. No hay que temer a aquellos que pueden matar el cuerpo,
pero nada pueden hacer contra el alma. Eso sí, debemos temer a nosotros mismos
que podemos, por el pecado y nuestra naturaleza herida, renunciar al Amor
Misericordioso de Dios y abrazar las vanidades y placeres de este mundo.
Entonces sí, podemos matar nuestra alma que nos une a nuestro Padre Dios. Es
ahí donde está el peligro.
Esa es precisamente
la lucha de cada día. Y para eso necesitamos el Espíritu Santo, porque
permaneciendo en Él y abriéndonos a su acción venceremos en todas las luchas y
enfrentamientos contra las tentaciones que nos amenazan y nos invitan a pecar.
Es decir, a apartarnos de nuestro Padre Dios.
Sí, es evidente y
de sentido común que el camino es muy difícil e imposible si nos atrevemos a recorrerlo
nosotros solos y con nuestras propias fuerzas. Y lo será también si vamos de la
mano del Espíritu Santo. Claro, necesitamos poner todo de nuestra parte y
confiar – creer – en la fortaleza del Espíritu Santo. Jesús, nuestro Señor y
modelo de Camino, Verdad y Vida nos precede y nos enseña, asistido en el
Espíritu Santo y unido a su Padre Dios, el camino para vencer. No es que
podamos, digo, sino que ganamos seguros. Estamos, pues, salvados si aportamos todo
nuestro esfuerzo y creemos en nuestra salvación. Jesús nos lo anunció y nos lo
dice cada día en la Eucaristía. Él ha vencido a la muerte, ¡ha resucitado!, por
tanto, nosotros, injertados en Él, también venceremos. ¡Adelante!
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