No te está
permitido relajarte ni descansar. Esos instantes, al menor descuido, el
tentados aprovecha la ocasión para seducirte, para llenar tu corazón del ruido
mundanal que te atrae, te distrae y termina por seducirte.
¿Y qué es lo que
busca? Simplemente, llenar tu corazón de las cosas del mundo que te procuren
placer, satisfacción y divertimento. La sensación es aparentemente de
felicidad, pero, pronto, todo vuelve a su cauce y tu estado vuelve a ser el
mismo. Todo lo de aquí abajo es obsoleto y caduco y, en consecuencia, están
destinado a desaparecer. Y lo que desaparece no puede nunca hacerte feliz.
Sencillamente, desde que desaparece nada queda y tu ilusoria felicidad se
evapora.
¿Qué hacer entonces?
Reconocerte débil, pecador y caminar unido e injertado en el Espíritu Santo. ¡Recuerda!,
lo has recibido el día de tu bautizo. Ha venido precisamente para eso, para
acompañarte en ese camino lleno de peligros y tentaciones y fortalecerte para
que puedas soportarlo y superarlo. Para mantenerte despierto y vigilante y
firme en tu fe, esperanza y caridad.
Viene, el
Espíritu, a sacarte de ti mismo, de tu entorno viciado, de tus problemas de
siempre y de tu rutina de cada día. Porque, eso te cansa, te aburre y te
paraliza. Te da pereza, dejadez y tedio y buscas alegrar tu vida con las cosas
de un mundo caduco. Entras, casi sin darte cuenta, en la raíz del letargo y la
pereza de la que habla precisamente el Evangelio.
Es el Adviento un tiempo que nos ayuda a salir de ese ambiente tronador de luces y fiestas que nos tientan a divertirnos y a olvidarnos precisamente de que Dios, hecho hombre, ha nacido. Es la Buena Noticia de salvación.
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