No se puede decir
más claro: El Señor, nuestro Señor Jesucristo, es la Vid, y nosotros, entre los
que estamos tú y yo, somos los sarmientos. De modo que si no estamos injertados
en el Señor, nada podemos hacer. Si nos falta la savia de la vid, el sarmiento
se muere. De igual forma, si nos falta la Vida de la Gracia, que es el Señor,
nuestra vida humana se seca, ahogada por la mundanidad de este mundo, y se
muere.
Así de claro queda
dicho. Y así de claro, nuestra propia experiencia nos lo demuestra. Lejos del
Señor quedamos a merced del mundo, del demonio y de nuestra propia carne. Y no
hace falta que me lo aclare nadie, lo sé por mi propia experiencia, Igual que
aquellos samaritanos que pudieron experimentar por su propia experiencia que ya
no les hacia falta que le anunciara la Palabra del Señor porque, ellos mismos,
la habían oído, vivido y experimentado.
Solo permaneciendo en el Señor nuestra vida de gracia vive, y su Palabra está en nosotros hasta el punto de dar frutos. Frutos nacidos del amor, sin condiciones, sin intereses y sin búsqueda de otras prebendas que puedan enriquecernos y satisfacer nuestros propios egoísmos. De ahí la exigente necesidad – libre y por voluntad propia – de agarrarnos al Señor a través de la Eucaristía y la oración de cada día; de la escucha de su Palabra y del esfuerzo propio por. No solo oírla y anunciarla, sino vivirla y darle protagonismo y vida en nosotros mismos.
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