No cabe ninguna duda
que el error exige corrección, y si el errado persiste en seguir en esa actitud,
debemos advertirlo y ponérselo en su conocimiento. Y, claro está, si aún así
continúa en la misma actitud, debemos ponerlo en cuidado de algunos testigos, y
de no acceder a la corrección, acudir al conocimiento de la comunidad.
De alguna manera
es la lógica del sentido común. Actuamos así, quizás hasta de forma
inconsciente o instintiva, cuando alguien se sale de la norma correcta aceptada
en la sociedad o comunidad. Buscamos a alguien cercano que se lo diga; luego,
caso de resistirse a aceptar corregirse, accedemos a algunos testigos que
puedan presenciar esa rebeldía, y de ser necesario, lo pregonamos a la
comunidad para que lo sepa e interceda a que se corrija. De lo contrario se le
considera ajeno a la comunidad.
El problema que
frecuentemente suele surgir es que la persona amonestada o corregida no acepta
su corrección. Se rebela, se ensoberbece y se molesta. Normalmente la
corrección termina con una ruptura y enfado. Eso nos obliga a ser muy
prudentes; a actuar con sigilo y mucho cuidado, y, a veces, a no saber cómo
actuar o tratar la forma de corregir. La cuestión es que sabemos que debemos
hacerlo, a pesar de que nos arriesguemos a una ruptura en nuestras relaciones.
Pero, siempre será mejor a que se continúe errando por ignorancia.
Ahora, quizás en muchos ocasiones, lo que sucede es que tratamos de solucionar el problema sin acudir primero a la oración, a pedir la intervención, el auxilio y la sabiduría del Espíritu Santo, para que nos ilumine y ponga en nosotros las palabras necesarias y precisas para corregir fraternalmente al hermano equivocado.
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