Muchas veces me pregunto si no estamos perdiendo la conciencia de la presencia de Jesús en el Templo. Entramos en las iglesias y advertimos mucho ruido. En mi tiempo se guardaba y se respetaba el silencio. Nadie se atrevía a romperlo y se iba fuera si la necesidad de decir algo era muy necesaria.
Hoy hay celebraciones que son un bullicio enorme. Hay momentos que pienso que dirá el Señor, pues Él es el menos importante. La gente está pendiente de los saludos y de la fiesta, de verse y lucir sus nuevos vestidos y, sobre todo, de quedar bien. No hay conciencia de lo que van a celebrar y el Señor pasa desapercibido.
La algarabía es tremenda y, por momentos, el templo parece más un salón festivo que una iglesia donde se va a celebrar la primera comunión de algunos niños. Pero también ocurre en cualquier celebración. No con tanto ruido, pero si con una relajada y distraída actitud de falta de respeto y conciencia de que estamos en la presencia del Señor. Pero lo peor es que, sin darnos cuenta, nos vamos contagiando y perdiendo la conciencia y el respeto de que estamos en la Casa de Dios.
No trato de decir que no se pueda hablar o comunicar algo, sino que hay una actitud un poco distraída e inconsciente de que estamos en el templo, la Casa de Dios, y que Él debe ser el centro de toda nuestra atención. Corresponde más a que se hable un poco lo necesario, a una falta de actitud y consciente de la presencia del Señor. Afortunadamente, en la celebración se guarda silencio y respeto.
No son nuestros templos lugares mercantiles ni de negocios como ocurrió en tiempos de Jesús, pero quizás los estamos convirtiendo en lugares de entretenimientos, encuentros de amigos y distracción que desplazan al Señor a un lugar secundario en nuestro corazón. Sería cuestión de revisarnos y de reflexionar sobre nuestras actitudes al respecto.
Pero lo notorio es que si se habla o se distrae no se reza, y sin oración no hay comunicación con Dios. ¿Qué entonces es y a qué vamos al Templo? La oración es necesaria y también la fe. Ambas van unidas porque sin fe no hay oración, y sin oración no hay fe. Y, claro, quienes rezan, tienen fe y, por la gracia de Dios, reciben fuerza para perdonar.
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