Todo permanece igual, no se ha cambiado ninguna palabra. La institución de la Eucaristía permanece sin ninguna alteración. Es el centro de nuestra fe en la que permanece y reina la presencia viva de Jesús.
El Señor se hace presente entre nosotros y nos brinda su Espíritu para que en Él seamos su presencia en este mundo y la semilla que lo transforme hasta implantar su Reino. La Eucaristía es el centro de los sacramentos, porque en ella recibimos el Cuerpo y la Sangre presente de Jesús bajo las especies de pan y vino.
El encuentro con Jesús nos renueva y nos fortalece. Por eso, la Eucaristía es el sacramento frecuente, y si se puede, diario, que el creyente debe celebrar. No es la Eucaristía un acto más de piedad, sino una celebración que celebra, valga la redundancia, el encuentro con Jesús. ¿Y quién no celebra y tiene un encuentro con su mejor amigo cada día?
La Eucaristía es el instante que, lleno de Jesús, fortaleces tu alma y vigorizas tu voluntad para la lucha de cada día en este mundo en el que vives, pero al que no perteneces. Es el entreno necesario para, por la Gracia del Espíritu, encontrar luz y sabiduría en tu camino hacia la liberación de tu propia esclavitud por el pecado. Claro queda que le necesitamos, y que cada Eucaristía es un regalo inmenso que no tiene precio.
Claro queda que debemos priorizar, siempre que podamos, acudir a la Eucaristía porque en ella fortalecemos nuestro espíritu y voluntad para vivir según el Espíritu de Jesús y cumplir su Palabra.
Jesús es el Señor que ha sellado una nueva alianza con su sangre para, derramada por todos los hombres, salvarnos de la esclavitud del pecado y darnos la Vida Eterna.
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