(Lc 20,27-40) |
La vida se nos escapa casi sin darnos cuenta. Se nos presenta larga en el tiempo, y, aparentemente, duradera, pero se nos esfuma en una abrir y cerrar de ojos. De cualquier forma, y, sobre todo, en los momentos difíciles, pensamos en la posibilidad de que aquí no termine la vida, sino que hay otra que se prolonga más allá de esta y que da sentido a esta poniendo las cosas en su sitio.
Hoy, el Evangelio, nos plantea ese interrogante al que es difícil, por no decir imposible, encontrar respuesta. No podemos entender, ni siquiera imaginar, cómo será la vida eterna. Menos aun, dónde y cómo estaremos. Lo verdaderamente importante es creer que el Señor volverá, pues nos ha dado su Palabra, para llevarnos a ese lugar que nos ha prometido.
A todo esto, Jesús nos adelanta en el Evangelio de hoy que la vida, allí donde Él nos llevará, no es como la de aquí. Los que seamos dignos de alcanzarla, contando siempre con la Gracia y Misericordia de Dios, no nos casaremos como aquí, porque allí no seremos igual, ya que somos como ángeles, eternos e hijos de Dios.
Difícilmente nos cabe eso en la cabeza, y menos podremos imaginar algo parecido. Todo lo que pensemos seguro que estará muy lejos de la realidad. Es una sorpresa agradable y maravillosa que Dios nos tiene reservada. Y, ante nuestras limitaciones, mejor es imaginar y esperar con la misma ilusión que los niños esperan los regalos de reyes.
Porque todo lo que viene de Dios es bueno y verdadero. Su Palabra se cumple siempre, y la esperamos confiados y esperanzados. Y eso es lo verdaderamente importante, la promesa de salvación eterna que esperamos, por la Gracia y Misericordia de nuestro Padre Dios, alcanzar en el momento final.
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