(Mc 2,23-28) |
No podía imaginarse una ley que perjudicara al hombre, ni tampoco que no sirviera para serle útil. Las leyes son puestas para el buen uso del bien común, y beneficiar a toda la comunidad. Unas leyes que no sirvan para esto, y sí para beneficio de unos cuantos, serían leyes mal puestas.
Y eso es lo que Jesús va incumpliendo y denunciando. El sábado, lleno de leyes absurdas que obstaculizan y perjudican la vida del hombre, es objeto de denuncia por Jesús en favor del hombre. El hombre es la criatura por excelencia de la creación. Es la locura de amor de Dios, ¿cómo va a imponerse el sábado antes que él? Todo debe quedar sometido al bien del hombre, y el sábado, por supuesto, debe estar en función del beneficio y bien del hombre.
La ley tiene su espíritu, y ese espíritu debe estar dirigido al bien del hombre, por encima de otros fines secundarios de menor importancia. No puede anteponerse a la subsistencia del hombre el precepto del sábado, porque eso es de menor importancia.
La Ley está impregnada de amor, y es ese amor el que debe regirla. Una ley que pierda de vista, para su cumplimiento, el amor, es una ley que pierde todo su sentido. Porque legislar exige justicia y verdad, pues no se legisla para obtener beneficios y productividad, sino para el bien del hombre, para lo que aquello es bueno. De modo que todo lo que, aun siendo productivo, perjudica al hombre, debe ser borrado del cumplimiento de la ley.
Hoy, Jesús, nos lo enseña en el Evangelio de hoy. Deja claro que la actitud de la ley debe ser siempre para el bien del hombre, porque la ley está hecha por amor al hombre. No puede haber una ley que vaya contra el amor y perjuicio de los hombres, porque, ellos, son lo que Dios más ama. Luego, ir contra los hombres es ir contra Dios.
Y esas leyes que así lo transparentan son leyes impuestas por los hombres que rechazan a Dios y buscan sus propios intereses y beneficios. Es lo que ocurre con el sábado.
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