(Mt 5,43-48) |
No se puede decir hasta aquí amo. O a este le amo y a este otro no. El amor cuando deja de amar, deja también de ser amor. El amor abarca a todos, a los buenos y a los malos. No tiene límites y va más allá de nuestros deseos y egoísmos. Es el amor lo que nos sostiene, porque nuestros méritos no son merecedores de ser amados.
El Amor de Dios, que nos ama incondicionalmente, nos hace dignos, por los méritos de su Hijo, que entregó voluntariamente su Cuerpo y Sangre en una muerte de Cruz, para nuestra redención y nuestro perdón por la Infinita Misericordia de nuestro Padre Dios. Y si Dios nos ama así, de forma incondicional, así también tendremos que amar nosotros. Ese es el objetivo de nuestra perfección, amar como nos ama el Padre.
Ustedes ser perfectos como mi Padre celestial es perfecto (Mt 5, 46-48). Ahí está muy clara y también muy perfectamente señalada nuestra meta. Toda nuestra vida tiene que ser un esfuerzo constante es amar incluso a los que nos cuesta amar. Y eso nos descubre también la necesidad que tenemos de la ayuda y asistencia del Espíritu Santo. Solos no podremos amar ni al más simple y pequeño enemigo. O a la persona que menos antipática nos caiga. Necesitamos el concurso y auxilio del Espíritu para superar nuestras limitaciones humanas y nuestra pobreza moral.
No hay otro camino, y, además, lo sabemos porque lo comprendemos. En lo más profundo de nuestro corazón está la huella de Dios, y experimentamos que necesitamos amar hasta a los más descarriados y enfermos; hasta a los más pobres y marginados o excluidos. Y hasta a los más enemigos. Y también descubrimos que ese impulso de amor está por encima de nosotros y sin Él nada podemos hacer.
Por tanto no nos queda otra opción que la de esforzarnos en ser perfecto como nuestro Padre celestial es perfecto. Y nos atrevemos a intentarlo contando y suplicando su ayuda y su Gracia.
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