Son muchos los que dicen creer. El hecho de mantener las tradiciones e ir a misa supone que en el fondo de cada persona subyace la fe. Quizás una fe adormecida, más muerta que viva, pero fe. Porque de no ser así difícilmente la gente se acercaría a la Iglesia ni tampoco bautizarían a sus hijos. Y, hoy, en la actualidad hay muchos bautizos que yo confirmo, porque doy catequesis a los padres y padrinos. Y sólo en mi parroquia hay una media entre diez y quince bautismos mensuales.
Ahora, la cuestión es preguntarnos por esa fe. Es la pregunta que hace Jesús a sus apóstoles en el Evangelio de hoy: «¿Quién dice la gente que soy yo?». Y podemos aproximarnos a la respuesta. La mayoría diría que cree en un Dios, pero no tanto en los curas o en la Iglesia. Muchos no sabrían distinguir entre curas e Iglesia. Muchos menos hablarían de Jesucristo, porque ni lo conocen. Habrán oído algo, pero nada más.
Pero, aparte de todas esas opiniones y expresiones de una fe débil, enferma o diluida, ¿tú que piensas? Esa es la pregunta que nos dice Jesús. Tú, que me conoces y me sigues, ¿qué dices de Mí? Sabemos por el Evangelio la respuesta de Pedro, pero también sabemos que fue inspirado por el Espíritu, pues muy seguro no parecía estar cuando poco después le negó tres veces seguidas. Eso dejar ver nuestra debilidad y nuestras dudas humanas. La fe es un don de Dios.
Porque no tenemos capacidad para poder entender el Misterio de Dios, pero en Jesús, su Hijo, podemos verle, escuchar su Palabra y alimentarnos de su Espíritu. Los apóstoles le vieron y compartieron con Él un tiempo, hasta su Muerte en la Cruz. Y nos han dejado su Vida, Obras y su Palabra. Y, por ellos, creemos en el Señor y depositamos en Él toda nuestra confianza y fe.
Le pedimos que nos la aumente, nos la afirme y nos dé la fortaleza de su Gracia, para que, viviéndola podamos llevarla también nosotros a todos los lugares en los que nos movemos y vivimos.
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