Dentro de nosotros ha sido sellada a fuego la Ley de Dios. Sus mandatos están implícitos en nuestros corazones, por lo que el hombre sabe y entiende que matar, robar, desear los bienes de otra persona, incluso su mujer, son actos malos y que no quisiera que se lo hicieran a él. Y eso, nadie tiene que aprenderlo, está escrito, acrisolado al fuego, en su corazón.
No hace falta desearlo, es connatural al hombre. Todos gustamos de la verdad y la belleza, porque lo que es verdad y justo es bello. En la belleza se esconde la verdad. Y lo que es verdad, es también justo. Por lo tanto, bello. Y eso es lo que Dios te pide que vivas y hagas, a pesar de tu naturaleza herida y tocada por la esclavitud del pecado. ¿Qué pecado? Esa cizaña que crece también junto a la buena semilla plantada en tu corazón. Esa ambición de poder, de riqueza, de vanidad y fama.
Esa satisfacción de las cosas del mundo, de los placeres, de la comodidad, de darle salida a tus propias ideas y proyectos, contagiados de pecados y malas intenciones. De tu soberbia, de creerte mejor y más fuerte que los otros, y con derechos a someterlos y dirigirlos según tus ideas e intereses. Un pecado que está también atravesando tu corazón y que, tú, sólo, no podrás vencer.
Ahí se esconde ese gran tesoro del que te habla el Señor Jesús hoy en el Evangelio. Y la cuestión es desenterrarlo para llevarlo al primer plano de tu vida y hacerlo presente en ella. Se trata, pues, de desechar todo lo demás, es decir, despojarte de ello y comprar ese Reino de los cielos para vivir según sus mandatos estableciendo la paz, la justicia y la verdad en la belleza más grande que podrás contemplar.
Ese Reino que consiste en estar conectado y relacionado íntimamente con el Señor, Fuente de la Vida, de la Belleza, de la Verdad y del Bien. Y permanecer en Él hasta que, recorrido nuestro camino y llegada nuestra hora, nos encontremos en su presencia y su brillo y luz resplandezca como el verdadero Tesoro escondido.
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