(Mt 13,18-23) |
Nuestra vida es un huerto del que se espera muchos frutos. Nuestros padres ponen muchas esperanzas en que nuestra vida sea fructífera, aprovechada, bien cultivada y llena de frutos. No escatiman esfuerzos para que nosotros echemos buenas raíces en nuestra propia tierra y saquemos los frutos que, sembrados, emerjan a la vida para el bien de todos.
Lo malo es que estemos pensando solamente en frutos de este mundo, y no veamos los verdaderos frutos del amor y la misericordia. Es posible que, obcecados por las cosas de este mundo, quedemos ciegos, aún teniendo ojos, y sordos, teniendo oídos. Es posible que nuestras semillas queden depositadas a la orilla del camino, y no encuentren tierra para profundizar y morir a sus propios egoísmos, dando frutos. Los pajarillos del campo las devoran rápidamente. Y es que cuando lo que se escucha no se entiende, quedamos indefensos y a merced del demonio, que hace de las suyas y nos engulle con las cosas del mundo.
Es posible que nuestras semillas hayan caído en terreno pedregoso, y la poca profundidad no sostiene las raíces. Quedan en el aire y la inconstancia y las adversidades terminan por destruirla y sucumbir. O que, echen raíces entre los abrojos. Entonces, escuchan la Palabra, pero las tentaciones del mundo y las seducciones de las riquezas les apartan del camino y sus frutos se pierden.
Por último, está la tierra buena. Aquella tierra que acoge a tus raíces y las hunde en su lodazal de estiércol y tierra amasada por tus pecados y, muriendo, dan frutos. Es la tierra que se abre a la Palabra, la escucha y trata de vivirla, e, injertada en el Espíritu Santo, la comprende, camina y obedece sus impulsos.
Es esa la tierra que todos queremos ser, pero que, para eso, tendremos que dejarnos abonar y regar por el Espíritu Santo, que nos hará fértiles para dar buenos frutos.
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