(Mt 14,22-36) |
Somos hombres con denominador común, pecadores, débiles y tentados por la desconfianza. Y, a pesar de tantos milagros y prodigios que ha hecho el Señor, nos resistimos a creer y confiar en Él. Corozaín y Betsaida, dos pueblos donde el Señor tuvo mucha presencia y proclamó su Palabra, con hechos y milagros, no le respondieron. Tampoco debe extrañarnos que ahora, en este momento de nuestra historia, esté pasando lo mismo.
Y aquellos apóstoles no se diferencia de nosotros, al menos respecto a la fe, en nada. Les cuesta creer, y eso que han visto muchas acciones prodigiosas del Señor. También a nosotros nos cuesta creer. Es, entonces, cuando entendemos que eso de que venga un resucitado a confirmarnos nuestra resurrección, tampoco resultaría. La fe no es una cosa espontánea, ni repentina, ni producto o resultado de un impacto o impresión grande. La fe es un proceso y camino, lento, despacio, profundo, sereno, que va gestándose y experimentándose en el día a día de tu relación y vivencia con el Señor.
Es un encuentro con Aquel que te va demostrando su Amor, y su Verdad. Es una experiencia con Alguien que te ama sin condiciones, que no te exige, sino te propone y que va dándote aquello que tú realmente quieres encontrar. La fe es el Tabor donde tú prescindes de todo, porque te encuentras tan bien que sólo anhelas y deseas estar con Jesús. Su presencia te colma de felicidad y gozo eterno.
Y es esa fe la que debe servirnos para levantarnos, una y mil veces, y cada vez que nos veamos hundiéndonos en las aguas pantanosas y bravas de este mundo.
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