Mc 7,31-37 |
¿Cómo te sientes? ¿Te experimentas estar excluido del grupo?; ¿de tu entorno?; ¿de la comunidad? Posiblemente no nos demos cuenta o no lo sepamos, pero nuestra respuesta tiende a apartarnos, a aislarnos y a quedarnos al margen de los demás. Y son excluidos aquellos que son débiles, que están limitados y que presentan síntomas de debilidad, disminución física o psíquica, o que tienen alguna enfermedad que los limita. O, simplemente, por su edad y sus torpezas se ven marginados.
A veces experimentamos que sólo los que, a espejo del mundo son válidos, tienen un puesto en los grupos y comunidades sociales. Incluso en la misma Iglesia tenemos que interpelarnos y luchar para no dejarnos llevar por el poder, la fuerza y el ser más que el otro. Y es que nuestra nuestra naturaleza humana busca lo grande, lo espectacular, lo extraordinario, el milagro y el poder. Posiblemente, buscamos a Jesús porque nos cura, nos arregla nuestros problemas y nos salva.
Quizás un Jesús humilde, sin poder, sin milagros y sin curaciones no nos interesa. Somos así de pobres y pecadores. Se nos nota enseguida, pero Jesús, a pesar de eso nos quiere y nos atiende. Está pendiente de nuestro sufrimiento y quiere que estemos integrados en la comunidad. Su mandato, precisamente, nos manda, valga la redundancia, eso, que nos amemos los unos a los otros. Es el núcleo que comporta el mensaje de Jesús.
Porque, amarnos, tal y como Él nos ama, derrumba todas las barreras que nos separan y que nos aislan. Amarnos nos une y nos acerca en nuestros cuidados, atenciones, respeto, escucha, haciéndonos que vivamos en la verdad y la justicia. El amor nos hace libres y llena de felicidad, porque sólo cuando damos y nos damos, nuestros corazones encuentran el gozo y la alegría de experimentarse felices. Por eso, Jesús nos humaniza con su mandato a amarnos, porque sólo tratándonos con humanidad y con misericordia somos capaces de convertirnos en buenas e intencionadas personas y hacer un mundo más justo y verdadero.
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