Su presentación en el Templo es de lo más sencilla y normal. Él, que es el Rey de la Gloria y por lo que el Templo se ha construido, pasa inadvertido y de forma humilde se presenta llevando, como prescribe la Ley, dos pichones, la ofrenda, quizás, más humilde. Nadie advierte nada y todo se desarrolla de forma muy normal.
Pero, al mismo tiempo sube un hombre justo y piadoso, Simeón, que no es levita, ni escriba, ni doctor de la Ley. Sube movido por el Espíritu Santo, pues a él le ha sido revelado que no vería la muerte sin ver al Cristo del Señor. Todo ha sido preparado por el Espíritu de Dios y todo es un nuevo milagro prodigioso para que también nosotros creamos. Simeón descubre y proclama la Naturaleza Divina de ese Niño, nacido para Gloria de Dios y redención de los hombres.
Y, auxiliado e inspirado por el Espíritu Santo, dice: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel».
Sería bueno que también nosotros tratáramos del ver al Señor poniéndonos en sus brazos y como Simeón descansaramos en el Señor. Podríamos decir que Simeón presenta al Señor, le descubre y sabe de su misión. Es entonces cuando experimenta, por la Gracia de Dios, que puede morir en paz. Y eso significa que sabe en manos del quien está y nada tiene que temer, pues los que en Él creemos estamos llamados a la Resurrección.
Hagamos también nosotros ese esfuerzo de ir al Templo, es decir, de buscar al Señor para encontrarnos con Él, y tengamos la seguridad que le veremos, tal como hizo Simeón, Bartimeo y tanto otros. Señor, abra nuestro ojos y danos la fe.
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