La lepra fue en un momento una enfermedad mortal y, debido a su contagio, excluyente. Caer enfermo de lepra era como estar muerto en vida. Eran apartados de la sociedad y retirados a esperar, con mucho sufrimiento, la muerte. Recuperarse era milagroso y, si eso sucedía, había que pagar una ofrenda como prueba de purificación para integrarse en la sociedad de nuevo.
Hoy ha sido erradicada y hay medicinas para combatirla con eficacia en posibles lugares que pueda existir. No representa ningún peligro, si bien, el mayor peligro será la falta de medios en aquellos lugares que todavía pueda existir posibilidad. Sin embargo, hay otras muchas lepras que azotan nuestra vida y nuestra sociedad. Hoy, quizás, hay muchos más excluidos que, migrando de otros lugares, por circunstancias no de lepra, pero sí de dictaduras, explotaciones, guerras, hambre...etc, huyen de sus países buscando un lugar donde puedan vivir con dignidad y en paz.
Posiblemente, hoy tenemos que pedir al Señor por la paz y por la justicia en todos esos países, para que las personas puedan vivir dignamente en libertad, respeto y amor. Y tenemos que pedirlo convencidos de que en el Señor se puede conseguir. Pero, esa oración pasa también por cada uno de nosotros que con nuestra ofrenda y testimonio podemos ir contribuyendo a esa justicia y a esa paz.
La salud y el bienestar depende de todos, y todos tienen que colaborar aportando su esfuerzo y su contribución. Es la justicia social, donde lo más fuertes y dotados comparten con los más débiles y necesitados. Eso nos descubriría el amor y la fraternidad de la que tanto están necesitadas la humanidad.
Y el Señor Jesús ha venido para eso, para curarnos esas enfermedades egoístas que nos enfrentan y nos enferman. Él quiere limpiarnos, pero nosotros tenemos también que pedírselo y hacer el gesto de querer demostrarlo con nuestra actitud generosa y fraterna.
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