Nuestra naturaleza es débil y propensa al pecado. Estamos sujetos a la tentación de pecar y, tarde o temprano, nuestra debilidad e ignorancia nos hundirán en el pecado. Pecado que puede realizarse de muchas maneras, bien sea por cometer alguna falta; bien por inmadurez e inocencia; bien por omisión de algo que hubiese podido evitar o mejora o bien por complicidad con otro. Todas esas circunstancias pueden ser ocasiones para mejorar y cambiar nuestras actitudes ante esos hechos.
No se trata de justificarnos, sino de asumir nuestra condición pecadora y tratar, con la Gracia de Dios, superar esos comportamientos para convertirlos en buenas acciones en y para el bien de las personas. Por lo tanto con esa actitud Jesús nos enseña hoy a tener compasión y saber dar la oportunidad al pecador para que pueda salir de su estado y situación de pecado.
Ante esa mujer pecadora y sorprendida en adulterio Jesús defiende, no su pecado, sino su oportunidad a resarcirse de su culpa. Observemos con que palabras termina el Evangelio: Incorporándose Jesús le dijo: «Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?». Ella respondió: «Nadie, Señor». Jesús le dijo: «Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más».
Vemos claramente que Jesús lo que trata es llamar la atención a que todos somos pecadores y que en este pecado concreto la mujer tiene unos cómplices que han pecado con ella. Por eso, con esa sabiduría propia del Hijo de Dios dice: «Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra». Un signo inequívoco de la buena, compasiva y misericordiosa intención del Señor. Todos se sintieron pecadores y marchándose, empezando por los más viejos, se supone que eran los que más pecados tenían, se fueron alejando de aquel lugar.
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