Mt 5,13-16 |
Cuando probamos una comida notamos si está bien condimentada y, sobre todo, si está bien de sabor. Entonces, dependiendo de que su gusto esté bien diremos, tiene buen sabor o no lo tiene. Está bien salada o desalada. O mucho o poco. Es decir, emitimos nuestros gustos según nuestro paladar. Pero, a todas esta, la sal no se ve, sino se paladea y se gusta. Lo mismo ocurre con nuestra manera de vivir. No nos damos cuenta, pero notamos que esa persona es buena y sus obras también, y de esa manera está salando y dándole gusto a nuestra vida. Todo lo que está a su derredor queda bien salado y con buen gusto.
Así debemos actuar desde la Palabra de Dios. Salamos el mundo si vamos dando testimonio, sin pretenderlo ni anunciarlo, sino viviéndolo en cada instante de nuestra vida. No se ve lo que hacemos a grandes rasgos, pero se nota. Porque, las cosas sencillas no son percibidas por la mayoría, pero sí, la mayoría nota los efectos y lo bien que se está al lado de las buenas y sencillas obras. Los detalles de lo bueno despiertan nuestros sentimientos y deseos de permanecer junto a ellos.
Así, mezclando nuestros esfuerzos y colaborando de forma unida y solidaria damos sabor al mundo sin notarse dónde está esa sal bienintencionada que da gusto y sabor. Y tras las obras damos luz a todos aquellos que la ven y al mundo que nos contempla. La Iglesia da luz con todas sus obras buenas y esa luz en la que todos colaboran pasa desapercibida entre muchos que la aportan. De la misma manera sucede también, tal y como hemos dicho, con la sal. No se ve, pero se nota su sabor escondido entre todos los que colaboran y aportan su grano de sal.
Lo verdaderamente importante no es que con tus obras alumbras y das buen sabor y gozo, sino que el Reino de Dios quede alumbrado y bien salado por encima de todas nuestras aportaciones, esfuerzos y colaboraciones. Es el Reino lo que importa que quede alumbrado y bien salado para que todos experimentemos el deseo de permanecer en él.
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