Jn 16,20-23a |
Todos hemos presenciado el gozo de una madre cuando da a luz a un hijo/a. Durante el parto ha estado inquieta, preocupada y privándose de caprichos u otras apetencias para la buena gestación y cuidado del ser que se forma dentro de su vientre. Unas sufrirán más que otras y, algunas, lo pasarán mal e incluso tendrán problemas a la hora del parto. Pero, sufrido todo, la alegría es inmensa cuando se tiene al hijo o hija entre sus brazos.
Tanto las madres como los padres pueden, desde sus vivencias particulares y de cada uno como padre o madre, han experimentado esa alegría de colaborar en la vida, por la Gracia de Dios, a un nuevo ser humano. Pues bien, reflexiono sobre esto, también lo cita el Evangelio de hoy, porque, nuestra vida, según mi manera de ver, es como si de un gran parto se tratara. Un recorrido lleno de tristezas y alegrías que desembocarán en el gozo pleno de felicidad eterna.
Y es que en nuestra vida hay momentos de alegrías, pero, también, momentos de tristezas y sufrimientos. Serán inevitables, pero no debemos perder la esperanza de que el final que nos espera es la alegría definitiva como el ejemplo de parto que hemos citado anteriormente. Nuestra vida será una lucha constante en la que debemos convertir esas tristezas en alegría, porque sabemos que nos espera el triunfo final. Y eso es misión del Espíritu Santo que nos acompaña.
Un Espíritu Santo que nos sostiene, nos anima, nos da esperanza y fuerza para soportar los sufrimientos, aceptar los momentos de tristezas llenándolos de paz y alegría interior contenida en la esperanza de sabernos llamados al gozo de la Resurrección y plenitud eterna.
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