Mt 10,1-7 |
Nunca podemos perder de vista que es el Señor a quien anunciamos y quien libera, sana y salva. Nosotros, simples enviados, lo hacemos siempre en su nombre y anunciamos su Palabra. Y, por su Gracia, expulsar demonios y curar todo tipo de dolencias y enfermedades. Y así ha sucedido a lo largo de la historia de la Iglesia. Esa Iglesia que empieza con esa primera comunidad tras la Ascensión de Jesús a los cielos.
Nunca ha faltado esas curaciones desde el inicio de ese envío del "Colegio Apostólico" - los doce apóstoles - a través de todos los santos que la historia recoge durante todo el trayecto de la Iglesia hasta nuestros días. La Iglesia descubre su vocación misionera desde ese momento en que Jesús los envía a proclamar la Buena Noticia de Salvación Eterna: A éstos doce envió Jesús, después de darles estas instrucciones: «No toméis camino de gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos; dirigíos más bien a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Id proclamando que el Reino de los Cielos está cerca»
Ahora, Señor, la pregunta que brota en mi corazón me interpela y cuestiona mi participación en anunciar también a esa mies tu mensaje de Buena Noticia que, en mi bautismo, he contraído. Y me planteo esto porque quiero responder y quiero sentirme enviado por Ti. Pero, al mismo tiempo, también reconozco mi incompetencia, mis limitaciones y mis inclinaciones al mal. Me siento débil y frágil desde mi naturaleza humana, pero también fortalecido y animado por tu confianza y elección.
¡Señor, si Tú me has elegido, cómo puedo yo desconfiar y dudar de tu elección! Tú nunca te equivocas y si Tú me has aceptado como hijo y has enviado - bautismo - el Espíritu Santo sobre mí, es indicio de que Tú me envías y me acompañas. Confiado en tu Palabra y tu elección, Señor, me esfuerzo y pongo todo de mi parte.
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