La llave que nos da la entrada al Reino de los Cielo es la humildad. Y la humidad exige el vestido de la pobreza. Pobreza que no significa no tener dinero ni bienes, sino de estar abierto a compartir con los que carecen de medios para alcanzar una vida digna. Pobreza de espíritu, que entiende de verdad, de justicia y de ponerse en último lugar para servir por amor.
Sin embargo, nuestra ceguera está presente e inamovible. No ve porque tampoco quiere ver. Está agarrada a las pasiones finitas de este mundo y vende su felicidad eterna por un plato de lentejas que se come en unos minutos. Realmente, cuesta entender esta ceguera tonta e idiota del hombre al cerrar su corazón al único y verdadero amor que lleva sembrado en su corazón.
¡Qué pobreza mísera y tonta! No aprendemos porque nos dejamos vendar nuestros ojos con las cosas finitas de este mundo. No aprendemos que al final no valen para nada. Son tesoros caducos, que igual que aparecen, de la misma forma terminan. Y el gozo que es temporal no merece la pena. El hombre aspira a la eternidad. Dentro de sí tiene esa chispa de eternidad sembrada en su corazón, y, por consiguiente, aspira a ella. ¡Sería tonto dejarla pasar y no tomarla! ¡Dios mío!, ¿qué nos ocurre?
Posiblemente debemos buscar el camino de la humildad, que nos hace pobres, disponibles, capaces de irnos despojando de todo aquello que nos hace pesado el camino, que ralentiza nuestros pasos y no nos deja avanzar. De todo aquello que nos estorba, que nos impide abrir nuestros ojos y ver con claridad que nuestro destino no está en este mundo, donde no se encuentra lo que buscamos, sino junto a nuestro Padre del Cielo, donde encontraremos el gozo y la felicidad eterna que tanto buscamos.
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