No es posible que nuestra vida se limite a este espacio de tiempo temporal y humano. No somos simplemente humanidad, también somos espíritu – cuerpo y alma – y, en consecuencia estamos llamados a una vida diferente y eterna. Al menos eso es lo que sentimos dentro de nosotros. Y no es cosa de algunos, sino que todo ser humano experimenta interiormente una llamada a vivir eternamente.
Sin embargo, a esta realidad se contrapone la misma realidad de nuestra propia vida humana. En este mundo – en el que estamos – no hay nada, a excepción del ser humano, que sea ilimitado. Todo es caduco y todo perecerá. Así lo dice, de forma muy clara, Jesús en el Evangelio: «Esto que veis, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra que no sea derruida». Y le preguntan: «Maestro, ¿cuándo sucederá eso? Y ¿cuál será la señal de que todas estas cosas están para ocurrir?». Él dijo: «Estad alerta, no os dejéis engañar. Porque vendrán muchos usurpando mi nombre y diciendo: ‘Yo soy’ y ‘el tiempo está cerca’. No les sigáis. Cuando oigáis hablar de guerras y revoluciones, no os aterréis; porque es necesario que sucedan primero estas cosas, pero el fin no es inmediato». Entonces les dijo: «Se levantará nación contra nación y reino contra reino. Habrá grandes terremotos, peste y hambre en diversos lugares, habrá cosas espantosas, y grandes señales del cielo».
Debemos, pues, estar vigilantes y no hacer caso de lo que nos dicen que va a suceder. Tenemos – la única que nos interesa y escuchamos – la Palabra del Señor, que es Palabra de Vida Eterna, que nos advierte de los signos que vendrán. Pero, de momento, y hasta que el Señor lo disponga, tenemos un tiempo en este mundo que debemos aprovechar y utilizar para vivir de acuerdo con la Palabra del Señor y en cumplimiento de su Voluntad.
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