No acostumbramos llamar amor al hecho de que una persona se preocupe por otra hasta el punto de comprometer su persona y rebajarse a pedir ayuda. Sobre todo, en este caso que el Evangelio nos presenta hoy. Un centurión pagano que se considera indigno de recibir a Jesús y, necesitado ante Él le pide por la curación de su criado.
Es sorprendente que, en aquella época y contexto, un centurión se moleste y se preocupe en pedir a Jesús – para lo que se necesita fe – por la vida de un criado, cuyo valor no es apreciado ni tiene valor alguno. Y que se reconozca indigno y no merecedor de recibirlo en su casa, reconociendo que con sólo una Palabra suya bastará para sanarlo.
Podríamos afirmar que el amor de ese centurión a su criado es grande. Y es grande hasta el punto de atreverse, creer y pedir a Jesús que le cure con sólo una palabra. Amar, por tanto, es un compromiso por buscar el bien del otro. Es lo que hace Jesús y para lo que viene a este mundo. Precisamente, la celebración que acabamos de empezar.
Pero, lo más importante que podemos hacer y comprometernos es preguntarnos: ¿Está nuestra fe a esa misma altura que aquel centurión romano? Y si no alcanza esa altura y confianza, ¿le pedimos a este Niño que esperamos y celebramos su venida que nos la dé y aumente cada día hasta el punto de que nos comprometamos a amar por amor, valga la redundancia?
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