Hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios. Eso significa que tenemos mucho de Dios y, queramos o no, nuestro ser y actuar se parecerá a nuestro Padre Dios. Y, si Dios es Amor, nosotros tendremos mucho de eso. Lo descubrimos cuando lo damos. ¿Quién no ha experimentado gozo, alegría y felicidad cuando se ha dado por amor? Recuerda un buena obra que hayas hecho por alguien, desinteresadamente y gratuita, y la piel se te pone de gallina y el gozo inunda tu corazón. Eso es simplemente amar y siempre se recuerda y está presente.
¿Qué sucede? Nuestra naturaleza está herida por el pecado y es débil frente a los vicios, bebidas y afanes que se le presenta en este mundo. Y fácilmente asumible que sea sometida, por esas tentaciones, por lo que, sostenernos firmes en el Señor nos exige levantar la mirada y confiar en la Palabra del Señor. Experimentamos que reflejamos en muchos de nuestros actos ese amor que llevamos en la impronta de nuestro corazón.
Y, aunque queramos disimular saldrá a relucir nuestra semejanza con nuestro creador. Todos tenemos la huella de Dios impresa en nuestro corazón y, aunque manchado por el pecado, emerge desde lo más profundo del mismo. La cuestión consiste en abrirle nuestro corazón y dejar que se llene plenamente de su Gracia. En eso consiste la respuesta de la llamada de Dios, en abrirle nuestro corazón y dejar que entre plenamente toda la Gracia que Dios nos envía. Eso fue lo que hizo María - Madre de Dios - y también Pedro, Andrés, Santiago y Juan. Esforcémonos también nosotros en también responder a esa llamada.
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