A
lo largo de tu vida vas descubriendo habilidades y talentos que, al principio te
habían pasado inadvertidos y ahora descubres que tienes esas habilidades. La
pregunta es, ¿qué decides hacer con ellas? ¿Guardarlas para tu provecho y
beneficio o ponerlas al servicio de los demás? La decisión, aunque te han sido
dadas gratuitamente y sin condiciones, es solo tuya. Tienes libertad para hacer
lo uno o lo otro. Tú decides.
En
el Evangelio de ayer domingo, aquel rico insensato decidió guardarlo todo para
su provecho y satisfacciones, y vemos que sucedió luego. Así sucederá, tarde o
temprano, también con nosotros. Luego, ¿para qué tanto afán y preocupación
hasta el punto de desplazar de nuestro camino lo verdaderamente importante,
llegar al encuentro con Dios, nuestro Creador y Señor. Porque, sólo en Él
seremos plena y eternamente felices.
Y
a ese objetivo se llega, amando. Y amar supone compartir todas esas habilidades
y talentos de los que hablábamos al principio de esta reflexión. Todo lo
recibido nos ha sido dado gratuitamente para, también gratuitamente,
compartirlo. Compartirlo con los que realmente lo necesitan y han sido menos
favorecidos que nosotros. Precisamente, eso debe provocar nuestro celo apostólico
de y para amar: administrar todo lo recibido entre todos los que han recibido
menos y necesitan nuestra caridad para mejorar y vivir dignamente.
—¿No
crees, Pedro, que el hambre y las injusticias se acabarían si todos los hombres nos lo proponemos
como objetivo?
—Evidentemente.
Hay suficiente bienes materiales y espirituales para, bien administrados y compartidos,
alcanzar a todos dignamente y, así, mejorar sus vidas.
—Esa es la cuestión —afirmó Manuel—. Todo, lo de aquí abajo, depende del hombre. Dios le ha dejado libertad para administrarlos y ponerlos al servicio de los más necesitados y pobres.
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