Hay momentos que
nos parece que molestamos. Precisamente, cuando insistimos tenemos la sensación
de que estamos molestando. Y, aunque no parece que eso se dé con nuestro Padre
Dios, es posible que en algún momento pensemos que repetimos siempre lo mismo o
que molestamos. Quizás en el fondo suceda que somos nosotros los que nos
cansamos. Al menos a mí me sucede eso.
De cualquier
forma, la oración es el mejor grito que podamos dar. Un grito de exigencia, de
confianza y de misericordia. Un grito que manifiesta nuestra voluntad y exigencia
de querer ver el camino de la felicidad eterna. Porque, se nos ha creado para
eso y, en consecuencia, tendríamos derecho a exigirlo. Exigirte, Señor, que
hagas que mis ojos vean la luz.
Pero, esa
exigencia esconde mi propia exigencia, valga la redundancia. No puedo exigir desde mi confort, desde
mi acomodamiento, desde mi pasividad instalada en la comodidad. Mi exigencia me
exige a mí también movimiento, acción, grito y camino. Así lo entendió aquel
ciego Bartimeo que, conocido que pasaba Jesús por aquel camino, gritó y gritó
hasta reclamar ser escuchado. Y atendida su reclamación saltó, dejó su capa,
todo lo que tenía, y corrió hacia la presencia de Jesús. Y pidió ver, ver la Luz
que alumbra la vida y señala el verdadero camino que nos lleva a la gloria y
felicidad eterna, Jesús de Nazaret, el Señor.
Ahora, miremos para nosotros. ¿Gritamos nosotros así en nuestras oraciones? No se trata de intensidad en nuestras palabras o gritos, sino de exigencia, de insistencia y de convencimiento de que si el Señor quiere eso se realiza. ¡Y por supuesto que el Señor quiere todo lo bueno para sus hijos! ¡Cómo no lo va a querer! Por tanto, nos lo dará, con la salvedad que siempre será lo mejor y lo que nos conviene. Porque, Él sabe lo que realmente nos conviene.
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