Lucas 19, 45-48 |
Pensemos en
nuestro propio templo. Desde el instante de mi bautismo he quedado configurado
como Templo del Espíritu Santo. ¿Y qué he hecho yo hasta hoy? ¿Lo he venerado
como un Templo donde esta presente el Señor, o lo he degradado como mis actos
impuros? Esa es la historia, propia y la de la Iglesia.
De la misma manera
sucede con nuestros templos, lugares donde damos culto a Dios y donde le
adoramos. ¿Los respetamos, o los hemos convertidos en lugares de reunión, de
intercambio, de rutina y de entretenimiento? Cada cual tendrá que preguntarse y
responderse. Pero, también la Iglesia debe reflexionar y dar respuesta a esa
pregunta.
Posiblemente hemos
ido dando mucha importancia a nuestros templos hasta el punto de convertirlos
en verdaderas joyas arquitectónicas y lugares de arte y de visitas turísticas. Quizás,
nuestro templos hablan de la idiosincrasia de los habitantes del lugar, de su piedad
y actitud religiosa. Pero ¿realmente es el templo un lugar donde nos
encontramos con Dios?
¿Sabemos y actuamos de manera que es el Templo la casa de Dios y no un lugar cualquiera donde nos vemos y practicamos ciertas normas de piedad? Posiblemente haya de todo un poco, pero eso nos exige plantearnos cada día nuestra devoción y respeto al Templo. Tanto al templo que somos nosotros mismos – templos del Espíritu Santo – como al templo donde, está el Señor presente y real, tras las especie del pan y vino, en el Sacramento Eucarístico. Por tanto, esforcémonos en exigirnos estar siempre alerta en guardar esta intimidad, respeto y devoción. Y tomar conciencia a quien visitamos y con quien nos encontramos cada vez que entramos en un templo. De la misma manera de saber que Jesús, el Señor, vive dentro de nosotros.
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