La realidad es que
todo queda transformado con la Resurrección de Jesús. Es significativo observar
y darnos cuenta de que tras el dolor, escenificado en la cruz, se esconde la
vida, la alegría, lo nuevo y por supuesto el triunfo de la vida sobre la muerte.
Jesús, el Señor, abraza la cruz, y en ella el dolor, pero ese abrazo y
aceptación trae el gozo y la alegría de la nueva Vida, la Resurrección eterna.
Es evidente, hay
que nacer de nuevo. Un nuevo nacimiento escondido en el agua y Espíritu –
Bautismo – que nos transforma y edifica en nosotros una nueva actitud de vivir,
de comprender y de amar. Un amor libre, sin compromiso y sustentado en aquellos
que más lo necesitan: los pobres y excluidos. Un amor que busca la igualdad, la
verdad y la justicia.
Es muy fácil de
entender porque todos, realmente todos, queremos eso. Lo tenemos impreso en nuestro
corazón. Es la impronta del Amor de Dios sellado a fuego en nuestros corazones.
Pero ¿qué sucede que no actuamos como realmente queremos? Consecuencias del
pecado que nos somete y aflora nuestras pasiones y vicios. Emergen nuestro
egoísmo, avaricia, ira, odio, envidia, venganza, violencia, poder…etc. Y con
nuestra naturaleza herida por el pecado no podemos vencer. Quedamos sometidos y
esclavizados.
Necesitamos el Espíritu Santo para que nos saque del atolladero y la esclavitud. Es decir, hacernos hombres nuevos. O lo que es lo mismo, nacer de nuevo y ser libre para, a pesar del dolor y sufrimiento que nos exigirá despojarnos de todas nuestras pasiones e inclinaciones al pecado, liberarnos y amar como nos gustaría. Porque el amor está escondido en el dolor, es decir, la cruz, pero tras abrazarla descubrimos lo que estábamos buscando: el gozo de la plena eternidad. Levantemos nuestra mirada hacia arriba y busquemos al Hijo del Hombre, ha Resucitado y en Él está nuestra salvación.
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