Ese es nuestro
gran problema, querer entender algo que está por encima de nuestra capacidad. Y
al no poder entenderlo, salvo por la acción del Espíritu Santo, nos encerramos
en nosotros mismos y rechazamos todo aquello que no alcanzamos a comprender.
Hasta el punto de decir: si no lo veo no lo creo. O, trasladándolo a nosotros: si
no lo entiendo, lo rechazo.
Esa es la cuestión
y el problema con el que nos encontramos en nuestra vida. Impedimos a la fe que
entre en nuestro corazón por el hecho de no comprender. ¿Acaso no te has dado
cuenta de que no podrás nunca entender a Dios? ¿Cómo quieres entender a quien
de la nada te ha creado? ¿No entiendes que solo Él te podrá dar esa luz e
inteligencia para que lo puedas entender? ¿Y si no se lo pides, cómo quieres entenderlo?
Ponernos confiados
en sus manos es la solución. Una solución que viene de aquel que sabe que su
Padre Dios lo ha creado, que es infinitamente bueno y misericordioso y que lo
ha creado para que sea feliz. Inmensamente feliz eternamente. La vida no tiene
otro sentido. Esa chispa de amor eterno que experimentamos dentro de nosotros
nos está revelando a cada instante que Dios, nuestro Padre, nos ama
infinitamente, nos ha creado y quiere que nos fiemos de Él, creamos en su
Palabra y seamos inmensamente felices para siempre a su lado.
De sus Palabras en este Evangelio podemos claramente deducir que el Señor busca nuestra alegría a pesar de que en estos momentos de camino sintamos tristezas y cierto desconcierto. Al final, nos dice, que nuestra tristeza se convertirá en alegría. Creamos en sus palabras y tengamos fe. Esa es nuestra esperanza y lo que realmente queremos y buscamos.
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