Muchas veces me he
parado a pensar si realmente soy consciente de la presencia de Jesús en mi
vida. Muchas Eucaristía he pensado en esta cuestión. Me pregunto: ¿soy
consciente de qué Jesús está delante de mi bajo las sustancias del pan y vino?
Y más, ¿me doy verdaderamente cuenta de que lo recibo como alimento?
La conclusión que
saco es la pequeñez de mi capacidad intelectiva y el inmenso e infinito
misterio del Señor y de su Amor Infinito y Misericordioso. No lo puedo entender
y menos creer si no es por la Gracia de nuestro Padre Dios. Desde ahí puedo
entender a Tomás, el apóstol que no creía sino metía sus manos en las llagas de
Jesús, y comprender que la fe es un don de Dios.
Y, por otra parte,
me alegro de tenerla, al menos un poco, porque yo creo que Jesús está presente
y real en la Eucaristía. A parte soy un privilegiado, cosa que no merezco, de
ser elegido para distribuir – ministro extraordinario – su Cuerpo. Y cada vez
que tomo el copón desde el Sagrario para acercarlo al altar, trato de tomar
conciencia de que llevo en mis humildes y pobres manos el Cuerpo del Señor. Sin
embargo, experimento que no me doy cuenta de lo que eso significa o no soy
consciente de la presencia del Señor.
Eso me dice y habla, al menos a mí, de mi pobreza y mi capacidad. Todo es Gracia del Señor y solo cuando Él lo decida podré verle, sentirle y experimentar su presencia, su cercanía y su Infinito Amor Misericordioso. Claro, ¿qué me pasaría? ¿Resistiría su presencia? Me viene a la memoria el pasaje del Tabor de los apóstoles Pedro, Santiago y Juan. De cualquier forma esa experiencia y realidad que experimento fortalecen mi fe y me llenan mi alma de gozo y paz. Y, a pesar de todo, sin poder experimentarlo ni verlo, presiento y creo que Jesús está presente, nos ve y escucha y actúa a su manera dándonos lo que realmente nos conviene y nos viene bien, a pesar de que nosotros no lo comprendamos. Eso se resume en librarnos de los paños y odres viejos para darnos paños y odres nuevos. Dame, Señor, esa capacidad y sabiduría para entender, sobre todo, creer y dejar que mi vida sea revestida de panós y odres nuevos. Amén.
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