Resulta paradójico
buscar la felicidad y nos darnos cuenta de que está dentro de nosotros, escondida
a nuestra vista y a un abrir y cerrar los ojos. ¿Acaso no advertimos que son
nuestros egoísmos, nuestros deseos de ser más que el otro, de mandar y
satisfacer nuestros caprichos lo que enciende el rencor, la soberbia el enfrentamiento
y rompe la paz entre los hombres y los pueblos?
¡Tanta experiencia
e historia de nuestros antepasados y todavía, a pesar de los innumerables
avances técnico!, ¿no advertimos que la paz está dentro de nosotros? ¿No nos
damos cuenta de que solo cuando estemos dispuestos a compartir, a morir a
nuestras ambiciones y a permitir que todos tengan el derecho a tener para vivir
dignamente se hará la paz? ¿Acaso puede haber paz mientras unos se imponen a otros
y los someten y esclavizan?
Posiblemente
seguiremos ardiendo interiormente, no por traer la paz, sino por ser más fuerte
y poderosos que los demás y eso no permitirá que en nuestro corazones reine y
haya paz. La oscuridad que impide que veamos es la guerra. Una guerra gestada
interiormente en el corazón del hombre y que le ciega hasta el punto de no ver
que la felicidad está dentro de cada hombre. Y cuando se descubre nace y
florece la paz.
Y mientras no nos demos cuenta de que el Evangelio – la Palabra de Dios – trae la verdadera paz, seguiremos erre que erre enfrentándonos los unos con los otros. ¿Acaso no experimentamos, cuando leemos el Evangelio, el gozo de la paz en nuestros corazones? ¿Estamos tan ciegos para no darnos cuenta? ¿O, posiblemente, sean nuestros pecados los que nos mantienen en la oscuridad y ceguera de no ver ese misterio de felicidad que ofrece el Evangelio? Quizás la respuesta está escondida en el olvido de Dios y en darle la espalda a su presencia en cada uno de nosotros.
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