Así vino Jesús, el
Hijo de Dios al mundo y así creció como cualquier otro, sin diferencias ni
privilegios. Eso sí, Hijo de Dios, encarnado en Naturaleza humana pasó por
todos los tramites como cualquier otra familia, pero siempre según el Plan y
Voluntad de Dios. Eso marca la diferencia respecto a otras familia.
¿Cuántas veces
nosotros queremos imponer nuestra voluntad a la de Dios? Yo diría, hablando de mi
propia familia, donde nací y crecí, que casi siempre según nuestra voluntad. Y
también, de la que he formado con mi mujer más adelante, diría que casi siempre
he seguido mi voluntad, o la he antepuesto, a la del Señor.
Posiblemente fuese
consecuencia de un fe más débil, más hundida en las necesidades materiales, más
sometida a los vicios y apegos propios de nuestra naturaleza herida por el
pecado. Una fe que necesita crecer, fortalecerse y madurar y, en consecuencia,
tiempo. Pero, de cualquier forma un camino que hoy vemos más claro, más
decidido, más fortalecido y, por supuesto, más maduro.
En consecuencia experimentamos un crecimiento en conversión y una fe más firme y capaz de sostenerse en una actitud más solidaria, más dada a pensar en el otro y olvidarte de ti. Posiblemente sea ese ejemplo que nos brinda la Sagrada familia detrás de esos treinta años oculto en Nazaret. Una vida ordinaria, rutinaria en el trajín de los problemas que también hemos vivido cada uno de nosotros. Una vida desde un amor capaz de recomenzar cada día y de salir de su propio interés para ir al encuentro del otro.
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