Dios ha querido
hacerse hombre de carne como nosotros y venir a este mundo para desde una
naturaleza humana como la nuestra anunciarnos el amor misericordioso que nos
tiene y el deseo de rescatar nuestra dignidad – perdida por el pecado – para devolvernos
nuestra condición de hijos y gozar de su gloria.
Dios se encarna en
un Niño, y nace de mujer en una familia humilde en el silencio de la noche, en
un pesebre apartado, sin llamar la atención, sin estrépitos ni signos espectaculares
que llamen la atención. Un nacimiento del que solo algunos pastores, avisados
por los ángeles, son invitados. Un nacimiento que el mundo no percibe,
Y viene la
pregunta, ¿lo percibimos nosotros? ¿Nos damos cuenta de lo que realmente
celebramos? ¿O simplemente somos ovejas del rebaño que caminan al ritmo, no de
María y José, sino de Herodes y el pueblo de Israel que ignora el nacimiento del
Mesías esperado? ¿Dónde estamos nosotros en este momento de la celebración
navideña?
Supongo y creo
firmemente que esa es la pregunta que debemos hacernos. Pero, serenos y
tranquilos. Sin exigirnos más de lo que podamos y teniendo siempre en cuenta
que Dios, primera Persona, el Hijo, segunda Persona – el Niño encarnado – y el
Espíritu Santo, tercera Persona, quieren y buscan nuestra salvación. Son
infinitamente misericordiosos y nos tienden sus brazos para redimirnos en los
méritos del Hijo con su Pasión, muerte y Resurrección.
Por tanto, a nosotros, como María, nuestra Madre, solo nos toca abrirnos a la acción del Espíritu Santo y dejar que Él haga maravillas en nosotros convirtiendo nuestro endurecido corazón a su Amor Misericordioso.
¡¡FELIZ NAVIDAD!!
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