Hablar de Dios es
hablar de la Ley. Dios y la Ley van en sintonía porque la Ley del Espíritu, ese
Espíritu Santo que recibimos en el instante de nuestro bautismo, nos lleva al
discernimiento continuo para hacer la Voluntad de Dios. Así experimentamos a
cada instante deseos de hacer el bien, de hablar en verdad y justicia y eso es
lo que realmente decimos cuando se nos mira, pregunta o señala con el dedo. En
una palabra, todas deseamos, al menos lo queremos aparentar, ser buenas
personas.
La Ley pone palabras a la Voluntad de Dios para
su pueblo, y desde el instante de nuestro bautismo somo pueblo de Dios. La Ley
nos habla de su Voluntad y en ella descubrimos el Camino, la Verdad y la Vida.
No cumplirla o faltar a ella sería una desconsideración a la Voluntad de Dios
porque la Ley protege la vida de todas sus criaturas.
Y es el Espíritu
quien nos asesora, nos mueve y nos lleva al discernimiento de la verdad,
justicia y misericordia respecto a los demás. El Espíritu que va con nosotros
en cada momento de nuestra vida, nos interpela, nos exige y nos compromete a la
lucha de conversión, de crecimiento cada día de nuestra vida.
¿Y qué sentimos?
Quizás miedo, inseguridad y dudas. Experimentamos la tentación de volver al
Egipto de la seguridad, a pesar de la esclavitud. Nos da miedo la travesía por
el desierto propio de nuestra vida y experimentamos la tentación de volver a lo
seguro, al inmovilismo que no nos exige ni nos compromete, Nos agarramos a la
ley del cumplimiento y ahí nos quedamos: no mato, no robo, cumplo … mientras
muchos sufren, padecen y son explotados. Al parecer la ley, nuestra ley, no les
alcanza a ellos.
Por esa razón, a
la Ley no se la puede ningunear o falsificar por causas injustificables.
Sería propiamente un desconsideración a
Dios que con su Ley, protege la vida de quienes quiere.
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