Quizás no se nos
ha ocurrido preguntarnos alguna vez el por qué servimos al más débil, pequeño o
excluido. Incluso, preferible a aquel que no pueda pagarnos ni devolvernos el
favor. Posiblemente no hayamos pensado sobre eso nunca.
Pues bien,
descubramos que si lo hacemos es porque creemos y lo sentimos, de que esas
personas son tan hijas de Padre Dios como nosotros. Y al ayudarlas es como si
lo estuviésemos haciendo al mismo Padre Dios.
De alguna manera significamos
que la más grande dignidad de la persona humana se esconde en la dignidad de
ser hijo de Dios. Todos somos iguales en dignidad y derechos porque somos hijos
de un mismo Padre Dios. Y en Él quedamos configurados como herederos de su
Gloria por la Gracia y méritos de su Pasión y Muerte de su Predilecto Hijo,
nuestro Señor Jesús, que al Resucitar no da a cada uno de nosotros esa Resurrección
para gloria de Dios Padre.
Y cuando servimos
en esa clave de amar sin condiciones ni recompensa estamos respondiendo a esa
dignidad de hijos que Dios, nuestro Padre, nos ha dado por los méritos de su
Hijo, nuestro Señor.
Esa es la clave y
la cuestión, servir por amor. Servir tal y como nos ha enseñado y nos dice
Jesús: «Sabéis que los jefes de las naciones las dominan como señores
absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. No ha de ser así entre
vosotros, sino que el que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será
vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros, será vuestro
esclavo; de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido,
sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos».
Así de claro, estar en el Señor y seguirle significa estar dispuesto a servir como Él mismo nos ha servido.
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