Es evidente que un
pueblo sin ley va hacia la deriva. La ley regula la convivencia y pone el
derecho y la justicia en su justo lugar. Es obvio considerar que la ley hace
falta y es necesario cumplirla, pues, sin ella, no hay paz ni buena
convivencia.
Sin embargo, por
encima de ley está el amor. O dicho de otra forma: «Una
ley sin amor tiende a transformarse en tiranía». Porque, cuando
no hay amor, la ley se endurece para los débiles, y se elude para los fuertes.
Son los poderosos los que mandan, disipando la ley para ellos, según
conveniencias, y aplicándola para los débiles y pobres de forma radical.
Y esto es de todos
los tiempos. Sucede en estos momentos en muchos lugares e instituciones de toda
clase y tipo. El fuerte descarga su peso que carga en las espaldas de los más
pobres, indefensos y débiles. Todo termina en las espaldas del pueblo al que le
cae el peso de la hipocresía de los poderosos.
Y esta realidad no
dejó de señalarla el Señor: (Lc 11,42-46): En aquel
tiempo, el Señor dijo: «¡Ay de vosotros, los fariseos, que pagáis el diezmo de
la menta, de la ruda y de toda hortaliza, y dejáis a un lado la justicia y el
amor a Dios! Esto es lo que había que practicar aunque sin omitir …
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