Lc 2, 22-35 |
No se puede explicar ni entender con razón humana la profecía que Simeón da cumplimiento con la exaltación de sus palabras ante la presencia de aquel niño, que él descubre y revela como el Mesías esperado. No hay otra explicación sino por la intervención del Espíritu Santo. Toda estaba previsto y cuidadosamente preparado para que la profesía hecha a Simeón se cumpliera.
No podemos negar la divinidad del Niño Dios sino llevados por nuestra soberbia y ceguera, ante las pruebas tan claras y evidentes que la vida de Jesús nos presenta. No se puede explicar como aquel viejo Simeón puede saber que el Niño que tiene en sus manos es el Mesías esperado. Y que aquella Mujer, su Madre, sufrirá un gran dolor. Cerrar los ojos a esta evidencia, y a muchas otras más acaecidas y que seguirán sucediéndose en el tiempo de la vida de Jesús en la tierra, es pura indiferencia sometida al orgullo, soberbia y suficiencia del hombre.
Jesús se somete en todo a la ley, porque ha decidido ser como el hombre, menos en el pecado. Los padres de Jesús cumplen con el precepto de acudir al templo para presentar a su hijo y ofrecer lo establecido: dos tórtolas o pichones, para consagrarlo al Señor. Pero todo lo profetizado se cumple en Él.
Hay muchas pruebas que nos revelan la evidencia de la identidad de Jesús. Es el Mesías esperado, el Hijo de Dios Vivo, y viene para revelarnos la locura de amor de su Padre. Jesús es nuestra esperanza y nuestra salvación. Jesús es, nos dirá el mismo, el Camino, la Verdad y la Vida.
Abramos los ojos de nuestros corazones y dispongámonos con docilidad a seguir los pasos de Jesús que nos enseña el Camino, la Verdad y la Vida Eterna.
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