(Lc 20,27-40) |
Por un lado, porque aceptándola estás abrazando tu propia cruz, y, por otro, posibilitando a otros la oportunidad de amar al servirte. De cualquier forma llega un momento en que parece que esta vida no tiene más camino. Y apostar por ella no es de inteligente ni sirve para nada. Todo se quedará aquí y será para beneficio de otros mientras vivan. Pero es que, además, se desea su final para que empiece la otra, la que anhelamos y buscamos, al menos los que creemos, desde lo más profundo de nuestros corazones. Esa Vida Eterna plena y gozosa de felicidad.
La resurrección tiene sentido y lógica. Quizás no se puede entender, pero si intuir, y hasta desear. No queremos, cuando descubrimos la eternidad, continuar viviendo en la mediocridad. Deseamos la plenitud y le perdemos, sin por eso despreciarla, el miedo a la muerte. Sabemos, por la fe, que es el paso para la otra vida, la verdadera y eterna. Deseamos la plenitud que Jesús nos propone con su Autoridad y Palabra de Vida Eterna.
Es, entonces, cuando todo lo de aquí abajo pierde valor y peso. Nada tiene sentido si no hay esperanza en la resurrección. Es lo más sensato creer en ella y dejarnos guiar por la acción del Espíritu Santo. Apartarnos de nuestra razón que filtra por ella todas nuestras apetencias e intereses humanos y nos aleja de Dios al quererle entender, comprenderle y alcanzarle.
Dios se nos escapa a nuestra razón, y, por supuesto, también la otra vida. Rechacemos, pues, la tentación de querer entenderle y de dar explicación a todo. Sigamos unidos a y en la Iglesia, y al Papa, a quien ha dejado Jesús como guía, asistido por su Espíritu, para señalar el camino para todo su pueblo.
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