Jn 3,7-15 |
No se trata de volver a nacer, sino de transformar nuestro corazón de piedra en uno de carne capaz de amar misericordiosamente. Un corazón que, apegado a las tradiciones se mantiene cerrado e inamovible ante los nuevos cambios o retos que nos empujan a renovarnos y a cambiar. Un corazón cerrado e instalado en la doctrina y en la razón humana. Un corazón racional que tiene que ver y entender para creer, y que sólo cree en aquello que ve, toca y entiende.
¿Cómo, entonces, entender y creer en un Dios Omnipotente que está por encima de nosotros? Nos cuesta abrir nuestros corazones y acoger la Palabra de Dios. Nos cuesta estar disponible como lo estuvo María, nuestra Madre, ante el anuncio del ángel Gabriel. Y, sucede, que ante la dificultad nos cerramos a la Palabra de Jesús, un judío que no nos merece crédito y que habla de cosas que no entendemos y que nos cuesta aceptar y cambiar.
¿Cómo es que tenemos que nacer de nuevo, pregunta Nicodemo? ¿Acaso se puede volver al vientre de nuestras madres? Y quien lo pregunta, Nicodemo, no es un ciudadano corriente, sino un maestro de la Ley, a quien le resulta incomprensible lo que dice Jesús. Y es que quienes no nacen del Espíritu Santo no pueden entender nada de lo que habla Jesús. Sólo, el Espíritu Santo nos puede guiar y descubrir el verdadero significado de la Palabra de Dios. Es Él quien nos revela la Palabra de Dios.
Es el mismo Espíritu Santo por el que María concibe a Jesús, el Hijo de Dios, y es el Espíritu quien le guía al desierto una vez recibido el bautismo de manos de Juan el Bautista y presentado por su Padre como el enviado y el Hijo amado y predilecto. Y a quien nos invita el Padre a escucharle y obedecerle. Por lo tanto, necesitamos volver a nacer desde el Espíritu Santo. Un nacimiento que se realiza en nuestro Bautismo, y que nos capacita para, en el Espíritu Santo, fortalecernos y prepararnos para la lucha diaria contra las tentaciones y el pecado.
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