Mc 12,28-34 |
Con frecuencia confundimos lo fundamental con lo accidental y le damos más importancia o más valor a lo que es consecuencia que a la esencia y sello del ser creyente. Porque, nada de los actos religiosos que hagamos tienen valor si realmente no son consecuencia del amor. De un amor que emana del único y verdadero Amor que es Dios.
Porque, para darnos de manera total e íntegra necesitamos la fuerza del Amor Absoluto que nos alimenta y nos capacita con su Espíritu y Gracia para amar como Él nos ama. Nada de lo que hagamos en favor de los otros será valioso si no está bañado de ese amor generoso, gratuito que busca el bien desinteresado del otro. Esa es la realidad de nuestra vida y lo que observamos a nuestro alrededor.
Solemos decir que nadie da nada gratis y así parece suceder en la vida de cada día. Nos sorprendemos cuando observamos que alguien se da desinteresadamente y gratuitamente y pensamos que esa persona debe ser creyente y consecuente con su fe. Porque, una cosas son las prácticas y la liturgia, y otra muy distinta es la aplicación de tu fe en la realidad de tu vida de cada día. No, por el hecho de practicar y orar das testimonio de tu fe, sino cuando esa fe aterriza en la vida y se hace amor con obras. Es entonces cuando realmente el testimonio y el ejemplo se contagia y se hace verdad.
Sucede que nuestra vida va muy por debajo de lo que nos gustaría, y que no hacemos lo que pensamos que deberíamos hacer. Nos confesamos pecadores y no nos debemos desanimar porque comprobemos que eso sea verdad y se haga realidad. No damos el nivel y a muy pesar nuestro no contagiamos nuestra fe. El Señor, a pesar de que lo ve y lo sabe, sigue confiando en nosotros y mantiene sus brazos abiertos a nuestra conversión y espera pacientemente a que nos dispongamos a mejorar.
Claro, necesitamos mucha oración, mucho acercamiento y confianza en que Él nos transforme y, también, a dejarnos nosotros transformar. Necesitamos abrirnos a su Gracia y a dejar al Espíritu Santo entrar en nuestro corazón y movernos. Necesitamos, como los niños, dejarnos guiar por nuestro Padre del Cielo y, conociéndole, amarlo más para también amar al prójimo.
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