Lc 1,57-66.80 |
El nacimiento de Juan el Bautista está lleno de misterio y de asombro. Para empezar conocemos que fue gestado de una madre estéril y ya mayor. Y, en contra de lo tradicional, su nombre no siguió la estela de sus antepasados y progenitores, pues no habiendo nadie en su familia llamado Juan, su nombre, inspirado por el Espíritu Santo, fue Juan. En el desenlace su padre Zacarías quedó mudo por dudar de las palabras del ángel y confirmado su nombre recuperó el habla. Todos quedaron admirados de lo que se decía y nosotros ahora, desde la distancia, también.
La fuerza y el secreto de Juan es reconocer y descubrir para lo que fue creado. Desde el principio supo cual era su misión, "en efecto, la mano del Señor estaba con él. El niño crecía y su espíritu se fortalecía; vivió en los desiertos hasta el día de su manifestación a Israel". Todo parece indicar que Juan sabía y conocía su misión hasta el punto que obedecía de forma firme y decidida. Daba testimonio de su palabra llamando a la conversión y a la prepararse para Aquel que había que venir.
Preparaba el camino del Señor y lo hacía con gran humildad dejando muy claro que delante de él venía el Mesías esperado y que él no lo era. E incluso se enfrentaba al poder al que denunciaba su faltas pecados. Juan fue llamado el precursor y hizo honor a su nombre, pues allanó y preparó el camino para la venida de Jesús, el Mesías y Señor.
También nosotros tenemos que ver con eso, porque, en nuestro bautismo somos elegidos y configurados por el Espíritu como sacerdotes, profetas y reyes, y enviados a proclamar el reino de Dios con nuestra vida y palabra. Tratemos, confiados e injertados en el Espíritu Santo, se consecuente como Juan en nuestra particular misión de vivir y dar testimonio de nuestra fe.
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