Mc 5,21-43 |
En muchos momentos de nuestra vida dudamos. Dudamos incluso de nosotros mismos y de nuestras fuerzas y nos quedamos desorientado y sin rumbo. Incapaces de seguir adelante y de buscarle sentido a nuestra vida. ¿Qué nos ocurre? En estos casos podemos abandonar y quedarnos hundidos en nuestra propia misera como veletas al viento, o reaccionar y ser capaces de levantarnos.
En nuestro camino caeremos muchas veces. Somos débiles y pecadores, y seremos víctimas muchas veces de nuestros propios pecados. Pero, lo importante es que podemos y debemos levantarnos y nunca detenernos. Ejemplos de eso nos vienen dos hoy en el Evangelio. Una, aquella mujer enferma de flujos de sangre, que habiéndolo perdido todo e incluso empeorando creyó que si lograba tocar el manto de Jesús se curaría. Y lo buscó hasta conseguirlo. Su fe tuvo premio.
El segundo fue aquel jefe de sinagoga que recurrió a Jesús, habiendo oído hablar de Él, para que curara a su hija. E incluso persistió hasta habiendo recibido la noticia de que su hija ya había muerto. Tanto en uno como en otro hay un denominador común, la persistencia, la constancia y, sobre todo, la fe. Creo que es en esa actitud y esperanza con la que hay que mirar y leer este episodio evangélico. ¿Soy yo también constante, persistente y confiado en el poder del Señor? ¿Creo que Jesús puede salvarme, no sólo de algún apuro o muerte terrenal, sino darme la verdadera salvación para la eternidad?
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