La Iglesia es perseguida y muchos siguen queriendo tirar piedras sobre ella e incluso matando a muchos por no apostatar. Se obstinan en no creer en Jesús y, a pesar de sus buenas obras siguen obstinados en no creer en su Palabra ni que se manifieste como el Hijo de Dios Vivo.
También nos puede a nosotros ocurrir lo mismo. Quizás nuestra impotencia y nuestros pecados no nos dejan ver nuestra debilidad y, si no rechazamos a Dios, sí creemos en un dios que nos hemos fabricado nosotros y que hemos ido adaptando a nuestra medida. Un dios al que no escuchamos sino al que interrogamos y respondemos nosotros mismos. Nuestra razón está muy lejos de la capacidad para entender a Jesús. No entenderemos lo que nos dice, y en la medida que queramos entenderle nos perdemos y alejamos más.
Porque, al querer entenderle y no poder, nuestra soberbia se despierta y nos ensoberbece más hasta el punto de rechazarle y de coger piedras para apedrearle. Tenemos que estar con mucho cuidado, sobre todo, con el demonio que está al acecho y al notar confusión y debilidad en nosotros se aprovecha para llevarnos a su terreno y tentarnos con nuestra propia suficiencia y soberbia.
Busquemos dentro de nosotros mismos las razones que nos ayudan a encontrarnos con el Señor. Porque, está dentro de nosotros. No lo busquemos afuera. Escuchemos la voz en la profundidad de nuestro corazón y dejémonos conducir por él, puesto que si somos semejante al Señor buscaremos, a pesar de nuestras caídas y errores, reflejarle en nuestro diario actuar.
Y eso, si miramos hacia nuestro interior, es lo que realmente hacemos. Queremos portarnos bien; queremos hacer buenas obras; queremos para los demás lo que deseamos para nosotros. Luego, ¿por qué no lo hacemos? El pecado nos ciega y esconde la parte buena de nuestro corazón sacando lo malo, lo contaminado, lo que incluso no queremos hacer.
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