No son las seducciones que vienen de afuera con las que corremos más peligro y con las que el mundo trata de tentarnos y contaminarnos para destruir nuestra alma, sino las que nacen dentro de nosotros y pervienten nuestra forma de pensar o dan riendas suelta a nuestras apetencias y deseos egoístas e impuros. El pecado no está afuera sino dentro de nosotros, hasta el punto de gestarse en él el deseo de nuestro corazón aunque no se llegue a materializar.
Por eso, el Señor, nos advierte y nos dice: «Habéis oído que se dijo: ‘No cometerás adulterio’. Pues yo os digo: Todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón. Si, pues, tu ojo derecho te es ocasión de pecado, sácatelo y arrójalo de ti; más te conviene que se pierda uno de tus miembros, que no que todo tu cuerpo sea arrojado a la gehenna. Y si tu mano derecha te es ocasión de pecado, córtatela y arrójala de ti; más te conviene que se pierda uno de tus miembros, que no que todo tu cuerpo vaya a la gehenna».
Necesitamos la asistencia del Espíritu Santo para fortalecer nuestra alma. Eso significa que podemos vencer la adversidad que está presente en el recorrido de toda nuestra vida. No se trata de ser fuerte, sino de tener fortaleza, que es cosa muy diferente. En eso nos enseña mucho la Virgen María, nuestra Madre, cuya fortaleza nos muestra el camino para perseverar y sostenernos firmes hasta aceptar nuestras adversidades en nuestro camino propio de nuestra cruz.
Una cruz que llega hasta apartar de nuestras vidas todo aquello que se levanta como barrera o muralla que nos impide ver a Jesús. Un Jesús que, como hizo María, ocupa el primer puesto en su vida y al que también nosotros debemos de poner en la nuestra apartando todo lo demás. Un Jesús que nos invita a perseverar, fielmente a sostenernos fieles en la unidad conyugal y no repudiar a nuestras mujeres. Un Jesús que busca nuestro bien señalándonos el verdadero camino de salvación.
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