Nada podrá detener al cristiano porque, la muerte que era la que se suponía que acabaría con sus esperanzas, ha sido vencida y la Resurrección de Jesús, el Hijo de Dios, ha marcado el Camino, la Verdad y la Vida de todos los creyentes en Él. Por eso, un cristiano creyente en Jesús nunca desistirá de seguirle y de esperar en Él. Y, por eso, la Iglesia fundada por Jesús nunca será destruida, porque, la Iglesia vive en el corazón de cada creyente y, mientras haya un creyente, siempre habrá Iglesia.
Todo empieza por lo pequeño; Jesús nació pobre, de manera sencilla y sin llamar la atención. Desconocido y pobre pasó su infancia y juventud de manera desapercibida y en muy pocos momentos tuvo actos de cierta relevancia. Y, como un grano de mostaza, la semilla más pequeña, crece hasta convertirse en la más grande, así es el Reino de Dios, empieza de forma muy simple, pequeña y se hace grande hasta llegar a la plenitud. Nada ni nadie puede destruirlo.
Y en esa esperanza vivimos los cristianos creyentes. Es verdad que hay muchos momentos de cruces, pero, sabemos y esperamos que lleguen el momento de la Verdad Plena y con ella, la Felicidad Eterna. Por eso no nos desanimamos, y es más, no podemos desanimarnos, porque la esperanza fortalecida y apoyada en nuestra fe nos mantiene siempre esperanzados, firmes y sostenidos en el Amor y la Misericordia de nuestro Padre Dios.
El Reino de Dios puede tener una menguada apariencia, puede aparentar ser algo insípido, débil, pequeño y amenazado a desaparecer. Pero, nada más lejos de la realidad. El Reino de Dios está entre nosotros y seguirá entre nosotros hasta que, fermentando como la levadura en la masa, nos acoja a todos hasta que todo, valga la redundancia, fermente del Amor de Dios.
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