Un día tomamos conciencia de que estábamos en este mundo y, en consecuencia, estábamos vivos. Pero, también, en la medida que madurábamos, supimos que un día también acabará esta vida de aquí abajo, de este mundo concreto.
En resumen, sabemos que hemos nacido, pero, también sabemos que hemos de morir. La muerte – nuestra muerte – marca ese momento de encuentro directo con nuestro Creador, Padre Dios. Y será para gozar de su presencia eternamente en gozo, felicidad y gloria, o para la ignominia perpetua.
Vivir de forma indiferente a esta impronta grabada en nuestro corazón es vivir despistado, equivocado y disparatado. Es tomar un camino diferente al y para el que hemos sido creados. Porque, nuestro destino es gozar del Amor de Dios Eternamente. Otro destino, que será el contrario, es perder la gran oportunidad de plenitud gozosa a la que estamos llamados.
Por eso, la hora de encontrarnos con el Señor está siempre cerca. Puede ser hoy, mañana o en este mismo instante. De ahí que tenemos que estar siempre preparados y atentos, porque el Señor – nadie lo sabe – puede venir en cualquier instante. Y estar atento significa que, tanto en las horas de oscuridad, de desfallecimiento o de zozobra, como en las que reluce el sol y la vida sonríe, tratemos de sostenernos siempre en la presencia del Señor, porque, Él no se va, está siempre presente y a nuestro lado. Y nos protegerá siempre que, como nos dice el salmo de hoy, nos refugiemos en Él.
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